Conservas: Con corcho o sin corcho
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Por comodidad, por economía... y porque algunos productos están mejor en conserva que frescos Texto: Sacha Hormaechea Nicolás Appert ganó en 1810 los 12.000 francos que Napoleón ofrecía como recompensa a quien descubriese una forma de conservar los alimentos para que su ejército no pasara hambruna y pudiese conquistar Europa sin dañar su imagen con saqueos a las alacenas ajenas. Se descubrió así que el calor, en envases herméticamente cerrados, conservaba indemne y sana la comida. Poco más tarde, el inglés Meter Durand comenzó a usar envases de hojalata, con lo cual se avanzaba un paso más. A nuestras tierras esta manera de conservar, que no significaba salazón, escabeche o ahumado, llegó por casualidad, y por mar, ya que un velero francés en 1840 naufragó en las costas gallegas y dejó caer, por una vez, algo bueno: conservas. La sorpresa y el éxito fueron tales que poco tiempo después levantaron la primera fábrica Don Víctor y Agustín Curbera. Desde ese momento el invento creció sin freno: incluso el primer teléfono instalado en Galicia fue el que unió las conserveras de Massó con su casa. La industria conservera era ya un hecho imparable. Por su culpa nos hemos aficionado a los berberechos en el aperitivo, a las anchoas con queso, al bonito en aceite, escabeche o, como sea, al sabor de las sardinas -el ejemplo paradigmático de cómo muchos alimentos ganan en la lata- y a todos los demás ingredientes que nos regalan placer... en cuanto somos capaces de encontrar el abridor. Porque así fue la historia: aunque parezca mentira, hasta 1855 no se inventó el abrelatas. Un tal Warner lo patentó tres años más tarde, mientras tanto las latas se abrían a tiros y machetazos. Al fin y al cabo, eran un invento de la guerra. Después de 200 años, y a pesar de la competencia con los congelados, las despensas se nutren a base de latas y cristales que preservan bocados o platos de batalla, pero también, a menudo, verdaderas exquisiteces. ¿Por que perviven? |
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